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  • Katuetxe Hernani

Gota de lluvia

Actualizado: 29 abr 2022

Aquí os traemos al ganador del II. Concurso de Relatos Cortos. ¡Enhorabuen, Ángel González!




La lluvia caía incansablemente. Parecía que no habría tregua en horas. Además, las temperaturas habían descendido notablemente. Para colmo, la carretera estaba demasiado oscura y silenciosa. Únicamente se iluminaba ligeramente por el resplendor de los relámpagos. El coche se movía sobre un asfalto con cierta lentitud. Dentro estaba él, con aquel rostro cansado de enormes ojeras. Casi no veía, y no sólo era por el cansancio acumulado, así que decidió aparcar en el arcén.


Las encinas y alcornoques se mecían a lo lejos, cerca de la curva cerrada, y lo hacían con tal violencia que parecían a punto de quebrarse. El parabrisas se movía aún intentando despejar un poco el campo de visión, pero nada. Consideró que era hora de darse por vencido, apagar el motor y encenderse un cigarrillo.


No podía dejar de pensar en todo lo que tenía pendiente. Siempre se llevaba trabajo a casa, sobre todo desde que vivía solo. La última relación no le duró demasiado, pues su carácter serio y hogareño provocaba que no fuera fácil conciliar con una vida más social. Tal vez por eso no se había ido a la ciudad y hacía una hora para poder llegar a casa, a un pequeño pueblo muy pintoresco a las faldas de una montaña.


El humo del cigarro le calmaba, pero eso no evitaba que su mente aún repitiera la enorme lista de quehaceres. Su estómago convino que era el momento de recordar que se había saltado el almuerzo. Entonces sacó el móvil del interior de la gabardina y miró la hora. Ya eran casi las nueve. Se preguntó si tendría suficiente batería y datos para trabajar allí mismo, enviando varios correos electrónicos, pero sus pensamientos se cortaron en seco cuando escuchó una especie de gemido.


En mitad de la lluvia podía escuchar un llanto. Era muy débil. Primero pensó en algún niño perdido, así que salió sin buscar en paraguas. Fue un acto reflejo. Salió dando un portazo y empezó a buscar entre los mirtos y jaras. Podía oír que era hacia la derecha, justo en el costado donde estaba su vehículo. Su cabello empapado se pegaba a su frente, sus gafas estaban cubiertas de agua y apenas veía, pero su voz se alzó a la vez que un trueno sonó muy cerca.


—¡Quién hay ahí! ¡Te he escuchado! ¡No te veo!—gritó mientras intentaba no caerse de bruces con aquellos mocasines destrozados ya por el agua.


Dudaba ya de su buen oído cuando vio moverse algo. Intentó en vano limpiar las gafas con sus propios dedos, pero prácticamente no logró demasiado. Aún así vio que la figura no era humana, no era un niño, sino que era un perro.


—Hey, chico, ven aquí—dijo intentando parecer calmado, pero sabía que el perro podía atacarlo. No lo conocía. Siempre le habían dicho que se debía tener cierto respeto, sobre todo a perros que no tenían dueño. Al menos, eso decía su difunto padre.


El perro se adelantó. Pareció comprender que él no le haría nada. Ambos parecieron acordar en silencio que no era el lugar para quedarse a conocerse y, ni mucho menos, quedarse. Así que ambos, en silencio, subieron al vehículo. Él ahora tenía un copiloto que abultaba bastante y se asemejaba a un perro de montaña, aunque tenía claro que era más bien un cruce de cara bonachona y denso pelaje.


—Mi nombre es Asier. Me lo pusieron por mi abuelo, ¿y el tuyo?—los nervios le hacían hablar con el perro como si fuera un ser humano, alguien que pudiera contestar con su mismo lenguaje, pero el perro sólo se acomodó mejor en el asiento.


No tenía collar. Carecía, aparentemente, de cualquier identificación. Supuso que lo mejor sería llevarlo a un veterinario, que le revisaran el chip y buscaran a su dueño. No obstante estaba muy flaco, su pelaje no estaba cuidado… ¿abandonado? Era una posibilidad. Aún así, su lado racional, le decía que debía probar esa posibilidad. Tal vez había algún niño esperando que le regresaran su perro, una chica llorosa porque su mejor amigo no aparecía o una pareja de ancianos que lo tenían consentido como si fuera un nieto más. Era un perro tranquilo, por lo tanto, educado.


—Creo que está amainando. Mi casa no está lejos. Mañana te llevaré al veterinario.


Aquella noche fue distinta. La llegada a casa no le reportó el “vacío” de siempre. Prepararse la comida no fue tan aburrida, pues buscó poder ofrecerle algo caliente y agradable. La ducha, para entrar del todo en calor, la hizo en compañía de un perro que pasó del gris y marrón a un precioso color blanco. El suelo de la casa se ensució, pero no le importó. La lavadora se llenó de varias toallas. No se acostó hasta muy entrada la madrugada, aunque no fue con la vista puesta en el ordenador y los numerosos informes para su superior. Aquel viernes se convirtió en una pequeña aventura.


Por la mañana, sin muchas ganas, decidió sacarlo a pasear. No es que no quisiera presumir de su nuevo amigo, sino porque pretendía llevarlo al veterinario para comprobar si tenía familia que le estuviera buscando. El regreso de la veterinaria fue distinto. Estaba entre eufórico y enojado. No había chip, tampoco había algún aviso de perro extraviado en los últimos días o meses. Era un perro abandonado. El veterinario le comentó que podía dejarlo y él avisaría a una joven que llevaba una protectora. Su respuesta fue preguntar por la clase de pienso que podría necesitar y si necesitaba algún tipo de vacunación.


En su mano derecha llevaba la correa, en la izquierda una bolsa con pienso y unos cuantos juguetes. No sabía qué nombre iba a ponerle, pero lo importante es que algo le decía que no era capaz de abandonarlo. Ya lo habían hecho una vez. Además, ese perro parecía confiar en sus decisiones. Por primera vez sentía que alguien quería su compañía y comprensión.


—Dalfon, ¿te gusta Dalfon? Significa gota de lluvia—comentó agachando suavemente su cabeza mientras su peludo compañero la levantaba—. Oye, no me mires así. Sólo sé que eres un chico y, según el veterinario, tienes unos dos años.


Pasarían varios días hasta que el nombre de Dalfon fuese el definitivo, así como la sensación de hogar para este. Los primeros días para ambos fueron complicados. Ambos parecían inseguros, aunque se fueron adaptando uno al otro. Aitor dejó atrás el trabajo extra, las horas interminables frente al ordenador, y comenzó a centrarse en disfrutar más de paseos nocturnos y cenas en compañía. Su nuevo amigo se lo agradeció.


Para ambos una nueva vida se inició aquella noche lluviosa de final de otoño. Una nueva vida menos solitaria y con la calidez de una tarde de primavera.

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